La Gracia de nuestro Señor Jesucristo por Edmundo Woodford

2 Corintios 8:9
 
 “¿Qué es tu amado más que otro amado?” (Cantares. 5:9). Es del todo admirable. No es fácil describir la Persona de nuestro Salvador en términos corrientes:
 
“No hay lengua humana que podrá
Cual es debido proclamar
Tus glorias, ¡oh Señor!”
 
 
        Sólo el Padre le conoce, y desde el cielo ha dicho dos veces: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Conocerle es vida eterna, y si, igual que Pablo, estamos dispuestos a estimar todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, el Santo Espíritu tomará de lo suyo y nos lo hará saber. Contemplando en su rostro divino la gloria excelsa, seremos transformados en la misma imagen de gloria en gloria y llegaremos a manifestar las virtudes de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable. Este es el objeto de nuestras meditaciones. Se necesita pluma de escribiente muy ligero para delinear sus virtudes: quiera el Señor ayudarnos, pues, a contemplar con reverencia algunas facetas de su vida ejemplar, a fin de reflejarla en nuestro cuerpo mortal para que todos se den cuenta que hemos estado con Jesús.
        Es difícil definir esta cualidad inefable del Salvador, pero la conocemos por su descenso del Trono celestial al pesebre de Belén.
        El Hijo Eterno de Dios, heredero de todo, se anonadó, tomando forma de siervo: siendo rico, se hizo pobre por amor de nosotros. Gustosamente, se ofreció a salvar a los hombres, alejados de Dios por el pecado, y se hizo Hombre envuelto en pañales entre pajas en la cuadra del mesón; trabajando de carpintero en Nazaret, y  caminando por Galilea, Samaria y Judea, sin tener donde reclinar la cabeza; y, extraño entre sus hermanos, fue desechado y despreciado de los hombres, varón de dolores, experimentado en quebrantos. En su agonía, desamparado de Dios, abrazaba a los extraviados, padeciendo el Justo por los injustos para llevarnos a Dios. Esta es la gracia del amor supremo que se desprende de todo en beneficio del objeto de su afecto, y se sacrifica hasta lo sumo por el amado, enriqueciéndole a expensas de sus bienes y su propia vida. “Me amó a mí y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20), exclama Pablo. ¿Qué viste en el hombre?, pregunta el creyente, y el Señor contesta: “No hubo ojo que se compadeciese de ti… Y Yo pasé junto a ti… Te dije: ¡Vive!” (Ezequiel 16:5-6).
        La gracia de nuestro Señor Jesucristo es su amor puesto en movimiento a favor del pecador, su favor inmerecido por el cual somos salvos y enriquecidos. “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:11). Pablo citó el ejemplo del Señor a los Corintios con el fin de estimularnos en la gracia de dar, aplicando la palabra muchas veces a sus ofrendas a favor de los necesitados.
        “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó (tendió su pabellón) entre nosotros,… lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14). Desde sus primeros días, la gracia de Dios era sobre Él, y en el hogar humilde de la ciudad despreciada, “Jesús crecía… en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52). ¡Cuán hermosos serían todos sus pasos y gestos de niño y joven! Perfectamente ajustado a su edad y ambiente familiar, su gracia se mostraba en su sujeción a sus padres. Su simpatía con los pobres, su propósito de no ser servido sino de servir a otros. No tenía necesidad de aureola para distinguirle de los demás hombres, porque irradiaba siempre la gloria del divino Bienhechor. Nos ha dejado ejemplo para que sigamos sus pisadas.
        “Eres el  más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios” (Salmos 45:2). Cuando volvió a Nazaret, donde había sido criado, y con suma sencillez y candor, indicó que el Espíritu de Dios era sobre Él, los concurrentes a la sinagoga estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca. Aún en los hombres más santos hay, a veces, asperezas en sus dichos y hechos, pero nunca se halló en Él ni jamás tuvo que modificar ni retirar palabra alguna. Sus discursos, aún cuando traducidos a otros idiomas, retienen su dulzura, y llevan paz y consuelo al corazón. Su Padre le había dado “lengua de sabios para saber hablar palabras al cansado” porque tenía oído de discípulo (Isaias 50:4). Sus palabras sólo hirieron a los hipócritas: a los contritos y sinceros, habló con gracia y perdón. Dos veces se halló frente a mujeres conocidas como pecadoras; a una a quien la Ley condenaba a muerte, dijo: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11); y a la otra, señalada por el fariseo como indigna de tocarle, mandó en paz a su casa, con la dulce sentencia: “Tus pecados te son perdonados” (Lucas 7:48). A la viuda de Naín, con suma gracia y ternura, dijo: “No llores” (Lucas 7:13), pero con las hermanas de Betania lloró, profundamente conmovido, a pesar de saber que dentro de unos momentos cambiaría su tristeza en gozo. Su gracia se manifestó en todo su trato con los hombres, en casa de los fariseos, su conducta era intachable, aunque les habló con claridad de sus faltas: a la vez, era “amigo de publicanos y pecadores” (Mateo 11:19). Sanó a todos los enfermos que le fueron presentados; recogió en sus brazos y bendijo a los niños, a cuyas madres los discípulos querían despachar agriamente. “Al que a mí viene no le echo fuera” (Juan 6:37): así anunció el alcance de su bondad. En camino para la casa de un principal de la sinagoga, se detuvo para que la mujer enferma no sólo recibiese la salud anhelada, sino también su bendición (Lucas 8:40-48).
        Procuremos, pues, imitarle en sus palabras y hechos, en nuestros trato con otros. “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29). “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal” (Colosenses 4:6).
        “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros”: Pablo comienza y termina sus epístolas con frases parecidas, reconociendo que el Señor Jesús es la fuente de cuya plenitud todos tomamos, “gracia sobre gracia”. Su gracia basta en las pruebas más duras, porque el poder de Cristo extiende su pabellón sobre nosotros (2 Co. 12:9). “Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que… abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8). Sea, pues, la hermosura de Jehová nuestro Dios sobre nosotros… “Las virtudes de Cristo se vean en mí”.

 

 
 
 
Edmundo Woodford (Adaptado). Revista “El Camino”. Enero 1954

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *