Sábado, 02 Diciembre

          ¡Cuán admirable en todo es nuestro Salvador! “Fragancia exhala su vida aquí, olor de santidad”. El aroma de “sus suaves ungüentos” cautivará al creyente y atrae a los que aún no han llegado a conocerle. Entre sus múltiples virtudes se destaca ésta, que necesita varias palabras para expresarse en nuestro idioma. La versión moderna (2 Corintios 10:1) emplea el término “dulzura”, y en otras se traduce amabilidad, blandura, clemencia, equidad, moderación. Es algo inefable, que caracteriza al Hijo del Hombre en su trato con los demás, la expresión de su innata humildad y mansedumbre, que nunca raya en debilidad. Conservando su sentido de perfecta justicia, se acomoda a los humildes: no insiste en la “letra” de la Ley, que mata, mas manifiesta su espíritu que vivifica. Por su condescendencia y longanimidad, conquista en vez de condenar al pecador.

          Es una cualidad divina, que se aplica a Dios en la versión de los LXX del Salmo 86:5, que Scío traduce: “Tú, Señor, eres suave y apetecible”. Esto es lo que inspira confianza y esperanza en los que le invocan, contando con su “mucha misericordia”. El profeta Isaías lo tenía presente cuando le representaba como el Pastor ideal en Salmo 40:11; el Siervo perfecto en Salmo 42:1-3; y el Cordero sumiso en Salmo 53:7.

         Posiblemente, la segunda de estas referencias (citada en Mateo 12:19-20) es la que describe mejor lo que queremos dilucidar: “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare”. En los Evangelios, se ve al Señor Jesucristo en contacto con “publicanos y  pecadores”, que los fariseos rechazaban como “intocables”. Con infinita ternura, el Salvador endereza lo torcido, refuerza lo debilitado, y aviva la luz que está a punto de apagarse. En la casa de Simón, la mujer que había sido pecadora se le acerca  tímidamente para adorarle. El fariseo quiere reprocharla como indigna de tocar al “profeta”, pero el Señor, con suma cortesía, la defiende, y la “caña” cascada vuelve a ser fuerte y útil bajo las palabras alentadoras del Bienhechor. Otro caso parecido es el de la mujer arrastrada a su presencia, condenada a pena de muerte bajo la Ley. Sin condenar su pecado, el Señor, que no ha venido a condenar sino a salvar las almas, le abre camino de renovación: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11). Aquellos hombres, sin piedad querían apagar un pábilo que humeaba: el Señor alentó su débil llama con soplo de vida.

     Simón Pedro, tan valiente en sus propósitos, se quebró ante la crítica de la criada, y parecía que ya no valdría más en la obra del Señor: pero Éste le buscó y perdonó: la “caña” nunca más se dobló ni siquiera onduló por el viento: el “pábilo” se convirtió en antorcha que llevó la luz del Evangelio hasta las fronteras del imperio. Él mismo dice que “el Señor es benigno”, empleando un sinónimo que cabe bien dentro de nuestra meditación. Es esta “benignidad” que guía a los hombres al arrepentimiento (Romanos 2:4) y engrandece a los santos (Salmos 18:35). En la versión de los LXX, que usaba el Señor Jesucristo, se refiere en este versículo (bien traducido por Scío) a la enseñanza, o disciplina –y ¿quién no ha experimentado personalmente esta ternura y clemencia de Aquel que castiga al que ama? Su propósito es hacernos participantes de su santidad, y reproducir en nosotros su propio carácter. Por lo tanto, se espera ver algo de la semejanza del Señor en los creyentes, en su testimonio en este mundo.

          “Sea conocida de todos vuestra amabilidad” (Filipenses 4:5, versión H. A.). “Recuérdales que no sean pendencieros sino amables” (Tito 3:2). Es muy feo oír a un cristiano insistir en sus derechos y dignidad, cuando debiera imitar a su Maestro y anonadarse, a favor de otros a quienes quiere ganar. Durante la 2ª Guerra Mundial, un hermano jamaiquino, distinguido especialista en cirugía, y presidente a la sazón de una Sociedad Misionera, fue invitado a tomar parte en una Conferencia que se celebraba en un puerto inglés cerrado a los forasteros. Carecía de permiso de entrada, por descuido de los organizadores, y cuando un policía le impedía el paso, protestó acaloradamente alegando su categoría privilegiada. Muy pronto se dio cuenta del mal efecto que producía, y, humildemente, pidió perdón al agente por su falta de cortesía cristiana. Al llegar a su hotel, solucionada ya la dificultad, confesó al Señor, con lágrimas, su pecado, y nos relató el incidente para nuestra enseñanza. “Somos embajadores de Cristo”, y debemos procurar representarle dignamente.

           Esta condición es esencial en los siervos de Dios, sean ancianos u obreros dedicados del todo a su obra. En el caso de los “obispos” se requiere, entre otras cosas, que sean amables (1 Timoteo 3:3), y al escribir a su joven colaborador (2 Timoteo 2:24), el apóstol dice: “El siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos …” ¡Cuán triste es ver a uno que ha sido llamado a pastorear la grey usar demasiado la vara en vez del cayado, teniendo señorío sobre el rebaño en vez de mostrar cariño y compasión! Pablo no quería usar la vara para corregir las faltas de los corintios (1 Corintios 4:21), sino seguir el ejemplo de Cristo (2 Corintios 10:1). En 1 Ts. 2:7, dice: “Fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos”. Para ello se necesita la “sabiduría que es de lo alto” (Santiago. 3:17), sin la cual todo servicio cristiano es vano.

           La contemplación de la dulzura del Señor tendría poco provecho para nosotros, si no produjese, pues, en nuestra vida algo del mismo temperamento. La palabra chrestos, traducida “benigno”  y citada ya de 1 Pedro 2:3, suena muy parecido al nombre Cristo. Los discípulos fueron llamados cristianos porque hablaban tanto de Cristo, y sus vidas correspondían a sus enseñanzas. “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32). “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3:12). Pedro,  una vez vuelto, había de confirmar a sus hermanos: al siervo a quien su señor perdonó una deuda tan grande, le corresponda perdonar a su consiervo la insignificante que le debía. La benignidad es fruto del Espíritu (Gálatas 5:22); se debe mostrar hacia los de fuera, y es imprescindible en el trato entre los hermanos. La falta de ella pone en duda la profesión de fe.

 

 
Contendor por la fe. Nº. 66-67. Nov.-Diciembre. 1954