“Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos”. Romanos 5:19.
Nuestra salvación, pues, procede de la obediencia del “postrer Adán”: Su perfecta sujeción a la voluntad de Dios es, a la vez, un ejemplo para los demás hijos del Padre celestial. Hay un hermoso paralelo en el caso de José, cuando el padre le envió a buscar a sus hermanos (Génesis 37:13). No se llevaban muy bien con él, pero el hijo amado de Jacob no vaciló en obedecerle, y, lejos de desistir al no hallarlos en Hebrón, perseveró hasta Dotán en el afán de cumplir su misión; por lo cual, sufrió tantos desprecios y calamidades, pero llegó a ser el “Salvador del Mundo”. Con igual motivo, con significado espiritual, Dios envió a su Hijo al mundo para que vivamos por Él. No se nos revela nada de la despedida en el cielo cuando el Señor Jesús salió de la gloria excelsa, y desnudándose de su ropa real tomó forma de esclavo, naciendo en humildad; pero, en Hebreos 10:7, se nos dice que “Entrando en el mundo, dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Así que, desde el primer momento de su vida humana, vemos en Él el hijo obediente, poniéndose sin reservas a la disposición de su Padre, para llevar a cabo la obra de la redención. En los “años ocultos” de su niñez, su afán era ocuparse en las cosas de Dios, escudriñando las Escrituras con avidez para confirmar lo que, por su propio espíritu y la comunión constante de la oración, discernía ser el camino a seguir y la obra a realizar.
De la abundancia del corazón habla la boca, y las palabras de gracia que siempre procedían de los labios del Señor Jesucristo no eran suyas solamente, sino las que recibía de su Padre (Juan 17:18). Sus oídos estaban abiertos (Salmos 40:6) – posiblemente, la palabra así traducida, que literalmente significa “clavados”, se refiere a la costumbre indicada en Éxodo 21:6 el esclavo que, por amor a su amo y a su esposa e hijos, se quedaba voluntariamente bajo el yugo, tuvo que dejar clavar su oreja a la puerta de la casa. Las manos y los pies del Salvador fueron taladrados y clavados en la cruz en el último paso de su obediencia por amor a la Iglesia.
“Jehová el Señor me abrió el oído y yo no fui rebelde ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Isaías 50:5-6). Oír y obedecer la voz de Dios era la delicia del “Siervo perfecto”. Así se ha de entender la expresión usada en Hebreos 5:8 “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”. No aprendió a ser obediente, porque siempre lo era, pero, con suma complacencia y ejemplar humildad, experimentó en forma humana, y por medio de padecimientos, como varón de dolores, lo que cuesta obedecer la voluntad de Dios en medio de un mundo hostil. Los hijos de desobediencia (como los hermanos de José) siempre perseguirán al que se resuelva a obedecer a Dios, pero este tendrá delante el ejemplo, y a su lado la compañía del que fue obediente hasta la muerte (Filpenses 2:8). Muchos le han seguido por el mismo camino, como Pedro y Juan, que declararon que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres cuando hay conflicto entre los dos mandos. Cada acto de obediencia debe proceder de una vida de consagración. ¡Cuán hermoso, pues, es el ejemplo que se nos ofrece en la vida del Salvador: Nunca se adelantó a la “hora” señalada por Dios!. En dos casos referidos por Juan, tardó muy poco en hacer lo que otros le habían indicado, pero esperó primero que su Padre ordenara sus pasos (Juan 2:5 y Juan 7:3-14).
“Sin ti, ni un solo paso quisiera dar…
Mi vida, hasta su ocaso, te he de entregar”.
Muchas veces, se halla en sus labios una palabra que se traduce “me conviene”, o “es necesario”, y que indica una obligación moral resultante de su sujeción al Padre. De ella, se desprenden lecciones provechosas para el creyente. Cuando sus padres le buscaban en Jerusalén, les dijo: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?”. “Buscad”, dice el apóstol, “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios”. El Señor Jesús sentía la gran necesidad de llevar el Evangelio a otros pueblos (Lucas 4:43) porque tenía compasión de las “otras ovejas” que no eran de aquel redil, las cuales le convenía traer (Juan 10:16). Tenía presente siempre la urgencia de la tarea: “me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar” (Juan 9:4). Sobre todo, comprendía la necesidad de morir por los hombres, y de entregarse en manos de los inicuos para que cumpliese su misión (Lucas 9:22; 24:26, 46).
La obediencia le llevó al Calvario -”muerte de cruz”; y, aunque nunca vaciló en ella, fue angustiado y estrechado en sus pasos; y “ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas” pasó por el Huerto al Madero. “¡Por lo que padeció!”. Nuestra copa nunca será tan amarga, ni nuestra cruz tan pesada como la suya. Es necesario “llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Corintios 10:5). Si hay en nosotros “este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5), no nos será difícil obedecer sus órdenes, ocupándonos en nuestra salvación con temor y temblor, porque Dios mismo obrará en nosotros así el querer como el hacer lo que le agrade. Seremos “hijos obedientes” (1 Pedro 1:14), ajustándonos en todo al ejemplo del Señor, y a aquel “molde” de doctrina en el cual somos entregados (Romanos 6:17). Como de la obediencia exacta a Cristo dependía el cumplimiento de los propósitos eternos de Dios para la salvación de los hombres, así, de nuestra obediencia al plan de Dios para nuestras vidas, depende todo el actual programa divino. Somos “creados” en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas. ¡Cuán importante, pues, es el desarrollo de esta virtud práctica en la vida diaria del creyente, la buena marcha de la iglesia, y la evangelización del mundo!