Los grandes héroes de la historia se caracterizan por sus ambiciones y el arrojo y la fuerza con que las llevan a cabo: en la vida humana del Salvador sus glorias están veladas “sin atractivo para que lo deseemos”. No hubo en Él ninguna ostentación de su potencia y dignidad, en el sentido en que Israel esperaba ver a su Mesías. “Allí estaba escondida su fortaleza”. Bien había dicho Isaías: “no gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles”: era manso, porque era humilde de corazón. En esto era semejante a Moisés, que se destaca en el A. T. como “muy manso”, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3). Este no lo era en su juventud, pero lo aprendió a solas con Dios en el desierto, manifestándolo en su conducta ante las continuas murmuraciones del pueblo. Hubo una sola excepción, que le costó cara. Con todo, es admirable su dominio de sí durante los cuarenta años de provocaciones de parte de un pueblo rebelde, incrédulo y contradictor.
El concepto de esta virtud entre los griegos era más superficial que el de los escritores bíblicos. Usaban la palabra, como nosotros, para expresar el acto de domar los caballos; y la tenían por una gracia cultivada por el dominio de las emociones y pasiones, a fin de poder mantener su ecuanimidad en circunstancias adversas y provocativas. Desde luego, esta característica se manifiesta admirablemente en el Señor Jesucristo, pero en Él no es resultado de lucha, más procede de su propia condición perfecta: “Soy manso y humilde de corazón”.
La mansedumbre consiste en aceptar los que Dios dispone como “bueno, agradable y perfecto”, sin murmurar, ni siquiera protestar, de sus altos designios; ajustándose más bien a ellos con la plena confianza que a los que a Dios aman todas las cosas obran para bien, y al final conducirán a un resultado feliz.
Al entrar en el mundo, el Señor se puso incondicionalmente a las órdenes de su Padre (Hebreos 10:5-7), y se movía siempre bajo la dirección divina, no buscando su propia gloria ni haciendo su voluntad. “Yo hago siempre lo que le agrada”… “Sí, Padre, porque así te agradó”. Su vida se desarrolló bajo una serie de pruebas, y a cada paso tuvo que elegir su camino de sujeción en medio de fuertes corrientes adversas a la voluntad de Dios: así aprendió la obediencia, y fue consumado por sus padecimientos. En su niñez en Nazaret, el omnisciente “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”. El eterno Hijo de Dios se sujetó a sus “padres” en el humilde hogar, aunque mantenía las cosas de su Padre en el primer lugar. Pudiera haber vivido en Atenas como doctor en filosofía, o haber dedicado sus talentos a las escultura griega, la pintura, o la música, superando en todo a los maestros de todos los siglos; pero pasó sus mejores años escondido, en Galilea, trabajando en la carpintería de aldea, porque este era el plan de su Padre para Él. Su mente humana se formó en el molde de la Palabra de Dios, y en ella veía como su ilustre antepasado ensalzaba los mansos, a los cuales los poderosos despreciaban. “Jehová enseñará a los mansos su carrera” (Salmos 25:9); los salvará (Salmos 76:9); y “hermoseará a los humildes con la salvación” (Salmos 149:4). Contento, pues, con la suerte que le había tocado, no buscaba grandezas para sí, mas esperaba con paciencia la hora fijada por su Padre para su manifestación a Israel, rechazando en su día la tentación del diablo a hacer alarde de su divinidad y misión.
Su belleza y hermosura se ensalzaban por su verdad y mansedumbre y justicia (Salmos 45:4). “Todo calzado que lleva el guerrero en el tumulto de la batalla y todo manto revolcado en sangre serán quemados, pasto del fuego” ante el Niño nacido en Belén (Isaías 9:5-7): el “pálido Galileo” venció a Julián el emperador apóstata; y su imperio no tendrá límite, porque “los mansos heredarán la tierra” (Salmos 37:11).
Ante sus contrarios, siempre mostraba la misma serenidad; aunque a veces tuvo que usar palabras duras, no se irritaba ni perdía su dominio de sí. Fueron ellos los que se enojaban y le insultaban, y cogían piedras para matarle. Al entrar en su capital, Jerusalén, cumplió la profecía de Zacarías: “Tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno” (9:9). Se destaca, pues, esta virtud en la única ocasión en que se permitió hacer ostentación de sus títulos y derechos, porque llora sobre la ciudad en vez de holgarse de las aclamaciones del populacho.
Ante sus jueces, es admirable su mansedumbre. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 53:7). “Sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo”. Le dieron bofetadas (Juan 18:22) y le hirieron con puñetazos (Mateo 26:67), pero “cuando le maldecían, no respondía con maldición” (como Pablo en circunstancias análogas); “cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”, cumpliendo en todo sus propias enseñanzas: “No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:39). En verdad: “Nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas”.
La lección se aplica varias veces en las epístolas. Santiago 1:21 y Santiago 3:13 inculca la mansedumbre ante la Palabra de Dios y en el ejercicio de las buenas obras que han de caracterizar a los cristianos, los cuales las harán con el único propósito de glorificar a su Padre celestial. Pedro la recomienda a las mujeres que quieren ganar a sus maridos incrédulos, y a los que tengan que contestar a los que deseen saber más de su esperanza en Cristo (1 Pedro 3:4 y 15). En ambos casos, ¡cuánto se ganaría en los hogares y en las controversias si se hiciera todo “con mansedumbre y reverencia”, con el fin de convencer a los contrarios en vez de insistir orgullosamente en la defensa de lo que a veces no es más que nuestro propio punto de vista y pundonor!
San Pablo apela al ejemplo de Cristo para exhortar a los Corintios a obedecerle (2 Corintios 10:1); en otros escritos, indica que esta gracia es muy de desear en las relaciones entre creyentes (Ef. 4:2) (Col. 3:12), y que es imprescindible en la disciplina de la iglesia (Gálatas 6:1) y en el ministerio del siervo de Dios (1 Timoteo 6:11; 2 Timoteo 2:25 y Tito 3:2). La crítica, la ira y la insistencia en la autoridad enajenan a los errantes, pero la mansedumbre que nace de la humildad de corazón y forma el enlace entre ello y la ternura en el trato, inspira respeto y agradecimiento, y produce sincera contrición y restauración.
No se trata, pues, meramente de una actitud que se adopta, una disposición que se adquiere, sino de una virtud que es innata en el verdadero creyente, fruto del Espíritu Santo que mora en él (Gálatas 5:23). La carne insiste en sus derechos, se gloría en sus conocimientos. Es sólo por la permanencia y aplicación del discípulo en la escuela del Maestro que se puede manifestar en todo el tiempo el espíritu sumiso por el cual todos conocerán que hemos estado con Jesús.
Enmundo Woodford (Adaptado).
Publicado en la revista “El Camino”, Junio 1954