Cristo, el Sumo Sacerdote por G.M. Airth

        En las páginas del Antiguo Testamento, leemos que, bajo la economía mosaica, había un orden de sacerdotes encabezado por un Sumo Sacerdote a quien le correspondían ciertas funciones que ningún otro podía desempeñar. El primer Sumo Sacerdote de Israel, el pueblo terrenal de Dios, fue Aarón, el hermano de Moisés, de cuyo nombramiento y consagración leemos en Éxodo 28 y Levítico 8. El nombre «Aarón» significa «Excelso» o «Montaña de fuerza”, y, en verdad, el Sumo Sacerdote tenía que ser de carácter excelso y fuerte para poder representar a su pueblo delante de Dios, puesto que el pueblo mismo, por causa de su pecado y flaqueza, no podía acercarse a él. 

Las funciones principales del Sumo Sacerdote fueron las siguientes:

*  Comparecer delante de Dios en favor del pueblo.
*  Ofrecer sacrificios por la remisión de sus pecados y, así, reconciliar al pueblo con Dios.
*  Interceder por el pueblo y buscar dirección de Dios.
*  Bendecir al pueblo en nombre de Dios. (Levítico 16; Números 27:21; Números. 6:23-27) .
        En el Nuevo Testamento, la carta a los Hebreos nos hace ver cómo Aarón sirvió de figura de Cristo, el Gran Sumo Sacerdote de la iglesia, el pueblo celestial de Dios, tanto por contraste como por semejanza. Del capítulo cinco aprendemos que el sacerdocio de Aarón requería su identificación con el hombre y su autorización de Dios Hebreos 1-4; en Cristo, se llenan ambos requisitos Hebreos 5-8, y, por lo tanto, él es apto para ser nuestro Salvador y Sumo Sacerdote Hebreos 9-10. Su identificación con el hombre se ve en el verso 7, donde habla de su humanidad (“en los días de su carne”), su necesidad humana (“ofreciendo ruegos y súplicas”), y sus sentimientos humanos (“con gran clamor y lágrimas”). Él pasó por la escuela del sufrimiento, sometiéndose voluntariamente a disciplina Hebreos 7-8, a fin de graduar como Salvador y Sumo Sacerdote competente.
 
        ¡Cuán conmovedores son estos versículos en Hebreos cinco que nos dicen de lo que nuestra salvación costó a nuestro Gran Sumo Sacerdote! Y se identificó así con nosotros para que pudiera compadecerse de nuestras flaquezas y tentaciones, y brindarnos el socorro que tantas veces necesitamos por causa de nuestros extravíos Hebreos 2:17-18; Hebreos 4:15-16.
        El sacerdocio del Señor no sólo era más costoso que el de Aarón, sino también muy superior, pues las Escrituras recalcan que era según el orden de Melquisedec Hebreos. 5:6 Hebreos. 5:10; Hebreos. 6:20; Hebreos. 7:17 Hebreos. 7:21. El sacerdocio de Melquisedec era superior al de Aarón por cuanto era un sacerdocio REAL Hebreos. 7:1-2. Melquisedec es el único rey-sacerdote mencionado en las Escrituras. Ni Aarón, ni sus descendientes, eran del linaje real, y, por tanto. no podían ocupar el trono de Israel; por otro lado, a los reyes de Israel les era prohibido hacer las veces de sacerdote 2 Crónicas 26:16-18. Pero Melquisedec no sólo era sacerdote del Dios Altísimo, sino también rey de Salem (Jerusalén), y rey de justicia y paz. Cristo es el gran Antitipo de Melquisedec, pues él es el Verdadero Rey de justicia y paz, y, a la vez, el único Sumo Sacerdote de su pueblo salvado. Por eso, en Heb. 8:1-2, lo vemos como SUMO SACERDOTE sentado sobre su TRONO, el trono de la Majestad en los cielos, Más tarde, como Sacerdote-Rey en Jerusalén (sacerdote en su solio), colmará a toda la tierra de bendición inefable en su reino milenario. Zacarías 6:12-13.
 
        Luego, tocante a Melquisedec se nos dice una cosa notable. La Biblia está llena de genealogías, pero el Divino lnspirador del Libro, omitió la genealogía de Melquisedec Heb. 7:3 Heb. 7:8 a propósito para que éste sirviera de figura de Cristo, el increado, eterno Hijo de Dios. Aarón no pudo ejercer su sacerdocio perpetuamente por causa de la muerte Heb. 7:8, pero Cristo es un Sacerdote eterno, pues vive para siempre para desempeñar su ministerio sacerdotal. La palabra de Dios recalca esta importante distinción. Los sacerdotes del régimen aarónico no podían salvar a nadie, porque ellos mismos eran sujetos a muerte, pero nuestro Sacerdote, Cristo, «puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos». Heb. 7:23-25. Puesto que él v1ve para siempre, él puede garantizar nuestra salvación eterna. ¡Qué confianza y seguridad sentimos cuando recordamos que Cristo VIVE e intercede por nosotros!
Además, el sacerdocio de Cristo está respaldado por el juramento de Dios. Aarón y los sacerdotes subsiguientes fueron nombrados sin ningún juramento de parte de Dios, pero el sacerdocio de Cristo es de importancia tan trascendental que Dios !o confirmó por un juramento, haciendo a Jesús su Fiador, o sea, su garantía personal de los bienes celestiales a ser ministrados por medio de él Heb. 7:20-22. Dios que no puede mentir, jamás abrogará su juramento, de manera que nuestra esperanza de los bienes venideros está apoyada sobre una base inconmovible.
        Y ¿qué diremos de la perfección del sacerdocio de Cristo? El de Aarón “nada perfeccionó» Heb. 7:11, Heb. 7:19. Los sacerdotes humanos antes de ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo, tenían que ofrecer primero por sus propios pecados, pero nuestro Sumo Sacerdote no tenía necesidad de sacrificio particular, siendo “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores» Heb. 7:26-28. Los sacrificios hechos por el sumo sacerdote de Israel en el día de la expiación Levítico 16 tenían que ser repetidos cada año, pues no podían quitar los pecados ni hacer perfectos a los que se acercaban a Dios. Por el contrario. la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez, bastó para quitar todos nuestros pecados, santificados de una vez y presentarnos perfectos delante de Dios. Heb. 10:1-17. ¡Qué perfecto y poderoso Sumo Sacerdote tenemos nosotros!
        Aquellos sumos sacerdotes de antaño podían entrar dentro del velo del tabernáculo o del templo solamente una vez al año, puesto que podían permanecer allí en la presencia de Dios. Pero Cristo está dentro del velo celestial, «donde entró por nosotros como Precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». Heb. 6:19-20. Su presencia dentro del velo es permanente; como Sumo Sacerdote, él ha abierto el camino de entrada para nosotros también por la sangre de su sacrificio personal y perfecto Heb. 10:19; y, como Precursor, él encabeza la multitud incontable de hijos que él está llevando a la gloria Heb. 2:10. Así que, “teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos” a él “en plena certidumbre de fe». Heb. 10:21-22.
 
 
G.M. Airth
Publicado en la Revista Mentor. Enero-Marzo 1957

Cristo, el Hijo Heredero por J. G. Wain

        Para sacar provecho del tema, es menester seguir el método de nuestro Señor Jesús en su exposición de las Sagradas Escrituras: «comenzando desde Moisés, y todos los Profetas, les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a él mismo» Lucas 24:27. Así, empezaremos en el libro de los principios -Génesis- y terminaremos en el libro de las consumaciones -Apocalipsis-.

Primera mención del título. Génesis 15:3

         Allí encontramos la primera mención del sustantivo “heredero” en la Biblia, y su sentido en Hebreo es poseer, ocupar, suceder, y es, en este aspecto, que nos proponemos exponer el tema en su aplicación al Señor Jesús como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Los tres títulos de este estudio están ligados en la carta a los Hebreos, y son inseparables Hebreos 1:2. Notemos “El Hijo” como el que hizo el universo y, a la vez, como «Heredero de todo».

        Así es sumamente difícil estudiar el tema del «Heredero» sin conectar tal título con los otros dos de nuestro acápite.

Heredero de Abram

        En Génesis 15:3, Dios aparece a Abram afirmando lo que él mismo era a su siervo fiel; “Yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” Génesis 15:1, habiendo prometido antes: “Haré de ti una nación grande” Génesis 12:2.

Luego, Dios le aseguró que el galardón será grande, pues prometió que “serán benditas en ti todas las familias de la tierra” Génesis 12:3. Abram quiso saber de qué manera Dios iba a cumplir con él, pues no tenía prole, y, además, su heredero sería uno de sus siervos, nacido en su casa.

        En efecto, ningún galardón puede ser grande para mí mientras “no me has dado prole” Génesis 15:3. Entonces, Dios le contestó: «No te heredará éste (el siervo Eliezer), sino un hijo tuyo será el que te heredará» Génesis 15:4, y Dios le consolaba con su promesa fiel Génesis 15:5, y resultó que Abram «creyó a Jehová”. En este incidente histórico, tenemos la primera y grande revelación -en germen- de Cristo como el heredero, simiente de Abram según la carne.

Heredero de David

        A pasos agigantados llegamos a otro anuncio, que encontramos en 2 Samuel 7:14, donde vemos el heredero de David. En el pasaje de referencia, notamos las palabras «reino» 2 Samuel 7:12, «casa» 2 Samuel 7:13, «trono» 2 Samuel 7:13 y firmeza; todas son dignas de un estudio detenido. No cabe duda que la porción va mucho más allá que Salomón, pues él fracasó miserablemente, no así el ungido de Dios, el Mesías. Su reino, trono o casa, son permanentes; y un estudio minucioso de Hebreos 1 y Hebreos 2 , confirmará todo esto. Se refiere al mismo Hijo constituido “Heredero” de todas las cosas y «Cristo como Hijo sobre su casa» Hebreos 3:6. En 2 Samuel 7:13, tenemos la promesa divina hecha a David en su vejez, que indudablemente es un anuncio mesiánico y de futuro cumplimiento: «Él edificará casa a mi nombre; y yo afirmaré para siempre el trono de su reino». El mismo Señor Jesús reveló a sus discípulos, en Mateo 16:18, el propósito divino para este siglo: «Yo edificaré mi iglesia». Es decir, «La casa de Dios, la cual somos nosotros» Hebreos 3:5-6, quienes somos redimidos por la sangre preciosa de Cristo, y por gracia divina formamos «su herencia en los santos» Salmos 68:9-10; Efesios 1:18.

El Heredero Real

Seguidamente, podemos registrar el anuncio del Heredero mismo, Mateo 21:37. Los principales sacerdotes y los fariseos le reconocieron como el Heredero y entendieron que de ellos hablaba Mateo 21:45, al decir: «Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad» Mateo 21:38.

Otra vez, habló de su reino en Juan 18:36: “Mi reino no es de aquí» . «¿Eres pues Rey?» -preguntó Pilato. Respondió el Heredero literalmente: “Tú has dicho la verdad, yo soy Rey” Juan 18:37.

El Heredero en Los Hebreos.

         Ahora, podemos examinar lo dicho en la carta de los Hebreos en cuanto a la Persona -el Hijo- el que Dios constituyó “heredero de todas las cosas” .

Dios nos habla. De paso, es bueno fijarnos en el hecho de que no es el Hijo que nos habla en Hebreos, sino Dios Padre, según declara el primer verso, y que no es nuestra salvación o bendición con que se ocupa la carta, sino la Persona y posición del Hijo de su amor, aquel mismo Hijo que él  constituyó “heredero de todas las cosas” y, en la cual Persona, Dios nos habla hoy. Este gran tema llena la carta con sus maravillosos detalles.

Aquí Dios presenta a su Hijo, y él mismo es el mensaje de Dios en los Hebreos. Dios-Padre «nos ha hablado por su Hijo»; así rezan nuestras versiones.

         Según las autoridades competentes, es difícil, en nuestros idiomas, dar el verdadero sentido del original griego, que es literalmente: «Nos ha hablado en Hijo». Ya es un hecho histórico que Dios ha hablado muchas veces y en muchas maneras a los hombres, pero ahora nos habla «en un Hijo» significando finalidad en su mensaje de gracia. El Hijo es la última palabra de Dios al mundo; «y finalmente” les envió a su Hijo diciendo: “Tendrán respeto a mi Hijo» Mateo 21:37. En los cuatro evangelios, Dios nos habla en Hijo. Todos los propósitos divinos para el universo entero son identificados con el Hijo -serán llevados a cabo en el Hijo.

        Así como ha sido observadomuchas veces, Dios presenta, en el libro de Mateo, al Hijo, -Heredero de todas las cosas- y allí anda delante de nosotros como Rey de Israel. En Marcos, está presentado como el Siervo fiel de Jehová. En Lucas, lleva el título puesto por sí y para sí exclusivamente: «Hijo del Hombre»; pero, en Juan, vemos «El Verbo de Dios»; nos permitimos decir, la Palabra de Dios, viviente y eterna. Así vemos, no un cambio en el tema que Dios ya ha tratado, el cual siempre ha sido Cristo, sino un cambio en el método de revelar sus propósitos. Entre los siete dichos maravillosos en cuanto a Cristo en Hebreos 1:2-3, el primero es de él como ”Heredero”.

     En primer lugar, podemos considerar la relación del Padre eterno con su Hijo eterno. En esta carta, como en toda la Biblia, vemos la igualdad única y absoluta del Padre y el Hijo en la deidad. Pero vemos también al Hijo en numerosos pasajes, en perfecta, plena, y deliciosa obediencia al Padre. Las porciones Salmos 40:8, Isaías 53:10 , Hebreos 10:9, Marcos 14:36 y Lucas 22:42 son clásicas, y el estudio de ellas rinde mucha compensación espiritual. Por otro lado, vemos al Padre manifestando su satisfacción en cuanto al Hijo, y el silencio del cielo se rompió tres veces en aprobación a su Hijo amado.

    En segundo término, habiendo sido establecida la verdad fundamental en cuanto a su posición como Hijo eterno, entonces anunció la segunda verdad, que Dios Padre le ha constituido «Heredero de todas las cosas”.

        El Señor Jesús reconocía su derecho al título como Hijo del Hombre, pues Marcos 12:7, dice: «Este es el heredero». Es el «Heredero de todas las cosas» por la razón que «por quien asimismo hizo el universo» Colosenses 1:16, Hebreos 1:2; conviene estudiar juntamente con Proverbios 8 y Juan 1 . El propósito divino es claro, «de reunir todas las cosas en Cristo…”  Efesios. 1:9-10, pues «en él fueron creadas todas las cosas…” Colosenses 1:16-17. El vocablo «en» indica aquí su identificación particular y total con todo,

* en vista de él,
* por su actuación directa en la creación,
* con respecto a su honor y gloria.

La revelación de Jesucristo en el Apocalipsis

         Una breve referencia a este gran libro que Dios ha dado “para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto” Apocalipsis 1:1  Vemos al Heredero con sus santos, su herencia, y ellos postrándose, adorándole, y echando sus coronas a sus pies, declarando su dignidad única, “Señor, digno eres de recibir la gloria, y la honra y el poder” Apocalipsis 4:11. Otra vez, en Apocalipsis 5 vemos los seres vivientes y los ancianos unidos en uno para rendir al “Heredero de todo”, la alabanza de su nuevo cántico Apocalipsis 5:9-14: “Digno, digno, digno…”.

         ¡Qué coro magnífico! ¡Qué gozo para los redimidos! ¡Qué porvenir para los santos, su herencia! Con gozo profundo y alegría sentida en el corazón, vemos su firma en nuestros títulos: “Yo Jesús…” Apocalipsis 22:16. Él mismo da testimonio a estas cosas. “Amén; sí, ven Señor Jesús” Apocalipsis 22:20.

 

 

J. G. Wain. Adaptado.
Publicado en la Revista Mentor nº 41. Octubre-Diciembre 1956

Anímale por Carlos E. Ibarbalz

Deuteronomio 1:38
 
        La palabra que nos sirve de título es pronunciada por el Señor más grande, es palabra dicha por Dios. La encontramos mencionada en el relato que el gran siervo Moisés hace al pueblo de Israel de su historia en el desierto.  Cuando había que reconocer la Tierra Prometida, fueron enviados doce hombres para cumplir este trabajo, diez de ellos trajeron noticias inquietantes de grandes dificultades y de gigantes imposibles de vencer y sólo dos, Josué y Caleb, vieron que era tierra “que fluye leche y miel” y que podrían pasar a poseerla. La falta de fe de este pueblo trajo como consecuencia que el Señor decretó que ninguno de ellos entraría, salvo Josué y Caleb.
 
        A este último joven que va andando sus días cerca de Moisés, es el que Dios elige como sucesor del gran caudillo y también para hacer entrar al pueblo en la Tierra de promisión. Para este trabajo, es necesario prepararlo, pues vendrán días de muchas dificultades, el pueblo es ingrato y muchas veces se olvida de los beneficios, y ya Josué ha sufrido las piedras de la incomprensión al dar su informe y pedir que siguiesen adelante. Faltan muchos años para que, por muerte de Moisés, Josué tome su lugar; sin embargo, se oye la voz de Dios a Moisés, acerca de este joven y la palabra, sabia, oportuna, que no debe olvidar nunca Moisés y que debe tener presente en sus relaciones con el futuro guía, es: Anímale.
 
         Dios conoce el corazón humano, sabe que los más grandes entusiasmos se van esfumando ante las dificultades  y la incomprensión y hasta la hostilidad de propios y extraños, y que la lucha constante cansa y desanima al más fuerte y al más valiente y, por eso, instruye a Moisés que no debe descuidar en ningún momento el animar a su sucesor. Y podemos asegurar que cumple su cometido a pie cabal.
        Cuando los últimos días de Moisés se acercan, habla al pueblo, le instruye, le exhorta, pero habla también con Josué y repetidamente encontramos estas palabras: “Esfuérzate y sé valiente”…;  y mientras los ojos de Moisés se cierran y el pueblo guarda el luto y sube el lloro, Josué siente resonar en su corazón las palabras de Moisés: Anímate, anímate…, y Josué se anima, y entra y vence. ¡Bendito sea el Dios de Moisés y de Josué!
        Escribimos estas líneas porque sentimos en nuestro medio la gran necesidad de animarnos unos a otros. Es indudable la influencia que tiene en una persona la voz de aliento, la palabra de animación, el ¡adelante!, pronunciado por una voz amiga en sus trabajos, sus luchas, sus principios. Imposible decir todo el valor que tiene una palabra de aliento en el tiempo oportuno.
 
 
 
 
Carlos E. Ibarbalz.
Revista “Campo Misionero” Marzo 1945

Algunas miradas por Pedro Mulki

        Dijo Dios por medio del profeta Isaías en Isaías 45:22 “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más”. Podemos darle gracias que nos ayudó a mirarle para obtener perdón de nuestros pecados y la vida eterna. Por tanto, hemos muerto al mundo y a las cosas pasadas y de hecho resucitamos con Cristo. Si esto se ha realizado en la gracia de Dios, nos corresponde mirar hacia arriba,  según Colosenses 3:1-3 “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”.

        Ninguna cosa terrena debe distraer nuestra mirada antes “despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,  puestos los ojos (mirando) en Jesús, el autor y consumador de la fe, …” Hebreos 12:1-2. Sólo así tendremos una vida triunfante y victoriosa.

        Pero también es necesario mirar a nuestro alrededor. No hemos sido salvos para sentarnos cómodos y deleitarnos con nuestra salvación. El Señor nos mandó diciendo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a tada criatura”. Marcos 16:15.
        Si queremos obedecerle y le servimos, encontraremos que hay mucho que hacer en la Viña del Señor y muchas almas para salvar. Leemos en el evangelio de Juan 4:35-38: “¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega?
        He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega. Y el que siega recibe salario, y recoge fruto para la vida eterna, para que el que siembra goce juntamente con el que siega. Porque en esto es verdadero el dicho: Uno es el que siembra, y otro es el que siega. Yo os he enviado a segar lo que vosotros no labrasteis; otros labraron, y vosotros habéis entrado en sus labores”.

       ¿Quién puede medir el gozo que tendremos si traemos muchas almas a los pies del Señor…?
        Pero además nos toca mirar a nosotros mismos. Tal vez es la mirada más importante después de la mirada de fe, para nuestra salvación. Significa una mirada de examen diario de nuestras vidas para no ser tropiezo a los hijos de Dios. ¡Cuánta responsabilidad! No basta ser salvos, no basta mirar al Señor, no basta buscar almas para Él; necesitamos cuidarnos para no arruinar todo nuestro servicio y testimonio y así deshonrar el Nombre de nuestro Salvador.
        Dice el apóstol Pablo en el Hechos 20:28: “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre”.
        Que nuestras vidas sean tales que puedan atraer a muchos al conocimiento de nuestro Salvador y que también seamos de mucha bendición a nuestros hermanos para que así nos sea abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor. A Él sea la gloria.
 
 
 
Pedro Mulki. Revista “Mentor”. Agosto 1944

Abriré las ventanas del cielo por Gilberto M. J. Lear

        Esta promesa ocurre en Malaquías 3:10. ¡Qué hermosa perspectiva! ¿Quién no quisiera tener una verdadera lluvia de bendiciones celestiales? ¿Quién no quisiera disfrutar de una manera especial del favor divino? No hay duda de que sería una anticipación muy agradable para todos. Pero, ¿cómo podemos conseguir semejante bienestar espiritual?

         Leamos todas las promesas en el versículo citado: “Traed todos los diezmos al alfolí, y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y vaciaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”. Podemos entender las circunstancias en las que fueron pronunciadas estas palabras, si leemos en Nehemías 13:10-13. Los intereses de Dios se encontraban descuidados y la casa de Dios medio abandonada. Los levitas habían dejado sus sagradas tareas y estaban cultivando sus tierras para tener el sostén necesario. Y el resultado de todo esto se ve en el estado del pueblo: hay una grave declinación espiritual, una condición de descontento y de cavilación fútil entre muchos. Bajo la ley, estaban en la obligación de dar la décima parte al Señor, pero no habían cumplido con sus obligaciones materiales, y el resultado se ve en una pobreza espiritual desconcertante de veras.

         Es de temer que existe un estado de cosas muy parecido en el día de hoy. Vivimos en días de grandes oportunidades para la extensión del evangelio, y hay puertas abiertas a todos lados; pero semejante impulso hacia adelante necesita de recursos materiales y parece que escasean éstos. El espíritu general se expresa así: ¿Cuánto (o ¡cuán poco!) de mi dinero tengo que dar al Señor? Mientras que la pregunta que corresponde debiera ser: ¿Cuánto de este dinero, que todo pertenece al Señor, debería gastar en mis propios deseos? Si es cierto que “no sois vuestros; comprados sois por precio”, sigue como consecuencia lógica que todo lo que tenemos también pertenece a nuestro Señor.
         Si somos verdaderamente del Señor, tendremos un gran anhelo consumidor: quisiéramos agradar a Dios; quisiéramos ser causa de complacencia a Aquel que nos ha hecho tanto bien y nos ha salvado de los horrores de la condenación eterna. Bueno, es fácil llegar a saber cuáles son las cosas que le son agradables, porque las tenemos mencionadas en las Escrituras. Vemos, por ejemplo, la aprobación del Señor dada a la viuda que echó en el tesoro del templo todo lo que tenía. Tenía solamente dos blancas, pero ni una de ellas guardó para sí misma; y así manifestó un espíritu de tanta devoción a Dios que el Señor lo elogia en forma especial.
         Entonces, en  2 Coríntios 9:7 , ocurren estas palabras: “Dios ama al dador alegre”. Bien sabemos  que Dios ama al mundo entero (Juan 3:16) y que tiene un amor distinto para los suyos (Juan 16:27), pero aquí vemos que reserva un amor de carácter especial para los que saben dar de sus bienes alegremente para el adelantamiento del reino de Dios.
 
 
 
Gilberto M. J. Lear.
Revista “Campo Misionero”. Sep. 1944

Su valor por Edmundo Woodford

“Ciñe tu espada sobre el muslo, oh valiente, con tu gloria y con tu majestad”. Salmo 45:3.

En este hermoso Salmo mesiánico, se le da a Cristo un título que indica su victoria sobre las fuerzas del mal, el triunfo del Rey Divino, y su manifestación en gloria. Es “Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla” (Salmo 24:8-9) que asciende al monte de su santidad, llevando cautiva la cautividad.

Desde el principio de la historia humana, y la caída del hombre en poder de Satanás, Dios se ha manifestado de varias maneras a favor de las víctimas del diablo, los débiles que han clamado pidiéndole auxilio. Hay Salmos enteros dedicados a contar “las valentías de Jehová”. Su mano fuerte y su brazo extendido libraron a Israel de la esclavitud, y protegieron a su pueblo en su marcha por el desierto y su conquista de Canaán. Dios pudiera haber aplastado a los enemigos por una palabra, pero se valió del “ejército del cielo”, y los “salvadores”, cuando no por la intervención directa de los ángeles “¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?” (Hebreos 1:14). ¿Hubo lucha? ¿Era necesario valor para combatir al maligno? En muchos casos, sí (véase Daniel 10:12-13; Judas 9 y Apocalipsis 12:7). En la esfera humana, los campeones necesitaban ser valientes para vencer a los enemigos inspirados por el diablo: tuvieron que esforzarse (por ejemplo, Josué y David), y cobraban ánimo por su concepto de Jehová como el poderoso y terrible defensor suyo. “Tuyo es el brazo potente; fuerte es tu mano, exaltada tu diestra” (Salmos 89:6, Salmos 89:13). “Generación a generación celebrará tus obras, y anunciará tus poderosos hechos… Para hacer saber a los hijos de los hombres sus poderosos hechos, y la gloria de la magnificencia de su reino” (Salmos 145:4, Salmos 145:6, Salmos 145:12).

 Al venir al mundo el Hijo de Dios, y sujetarse a las condiciones humanas “en forma de siervo”, manifestaba a la vez la potencia propia de su ser divino, y el valor que requería para “destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14), y librar a los cautivos. El “Admirable Consejero” era a la vez el “DIOS-HÉROE” (traducción literal) para quitar la presa al valiente (Isaías 9:6; 49:24). En una de sus parábolas se describe la lucha y la victoria bajo la ilustración de un “fuerte armado” que guarda sus bienes en paz hasta que sobreviene “otro más fuerte” y le vence, repartiendo el botín (Lucas 11:21-22). Jesús, como su célebre antepasado David, bajó solo al valle de la decisión “en el nombre de Jehová”, y arrancó al campeón infernal su espada, y a la muerte su aguijón, librando al pueblo de su poder.

Es notable, pues, el valor con que el Señor Jesucristo emprendió y llevó a cabo en todas sus etapas la campaña de liberación. Semejante en todo a sus hermanos, necesitaba ser valeroso en extremo para acometerla: y sólo, por seguir sus pasos, puede el creyente ser vencedor en su propia lucha y obra. “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos es tomado a viva fuerza, y los valientes lo arrebatan” (Mateo 11:12, V. M.).

“El que quisiere ser fuerte en la lucha

Sepa vencer por fe, fe que no duda.

Las huestes de Satán de todo se valdrán;

Mas no claudicará quien es creyente”

(Juan Bunyan, versión de Enrique Turrall).

Los héroes de la fe en todos los siglos han puesto sus ojos en el Autor y Consumador, Jesús; han embebido valor en su mirada y sus proezas; imbuidos por el mismo Espíritu, han vencido “por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apocalipsis 12:11). Otro camino no hay. Sólo los vencedores serán premiados (Apocalipsis 2 y Apocalipsis 3).

El valor del Dios-Hombre se manifestó de muchas maneras. En la tentación en el desierto, el dios de este siglo le ofreció los reinos de este mundo a cambio de un solo acto de adoración, por el cual le sugería la posibilidad de conseguir sus propósitos sin sufrir la cruz. El Señor escogió el camino arduo y penoso, y resistió la primera embestida del enemigo.

Desde el principio de su misión, tuvo que sufrir la oposición tenaz y constante de los jefes de la nación (Juan 5:16, etc.). Fariseos, saduceos, sacerdotes y escribas, se unieron en contra de Dios y su Cristo, pero éste perseveró sin desviarse, y no vaciló en desenmascararlos y llamarlos hipócritas, generación de víboras, hijos del infierno, sepulcros blanqueados, de su padre el diablo. Avisado de las amenazas de Herodes, que le quería matar, se negó a marchar de sus dominios o dejar de echar fuera los demonios que salían a su paso hacia Jerusalén (Lucas 13:31).

Al enunciar las leyes de su Reino, lo mismo que en algunas parábolas suyas, no dejaba de denunciar los males sociales de su tiempo, aunque nunca con partidismo; más bien, señalaba la locura de los que amaban las riquezas, e indicaba las consecuencias eternas de la injusticia. Hablaba siempre con diáfana claridad, ofendiendo por ello a los que traspasaban la ley del amor. Sus palabras eran rectas, y su juicio justo, sin cuidarse de las opiniones humanas. Así, los herodianos le dijeron: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres” (13). Ni disimulaba ni transigía, sino que trazaba con línea recta la verdad exacta, en contra de las tradiciones y todos los intereses creados.

En su último viaje a Jerusalén, “afirmó su rostro” de tal modo que sus discípulos, al mirarle, “se asombraron, y le seguían con miedo” (Lucas 9:51; Marcos 10:32). Pedro (Mateo 16:22) y los demás (Juan 11:8) trataron de disuadirle, pero perseveró con valor indecible, a pesar de sentirse angustiado ante el “bautismo” que le esperaba (Lucas 12:50). Seguro de seguir la voluntad de su Padre, puso su rostro “como un pedernal” para cumplirla (Isaias 50:7). A pesar de conmoverse hondamente ante la traición de Judas (Juan 13:21) y la defección de los demás, no se desvió del camino, aunque se hallaba solo (Juan 16:32), porque por su constancia había vencido al mundo ya.

Preso, en manos de los inicuos, confesó ante Anás y Caifás, con firmeza y claridad, su condición divina y predijo su gloria venidera; delante de Poncio Pilato testificó la buena profesión, y su juez se quedó tan admirado y convencido que le hubiera absuelto si no fuese por la fiereza de sus adversarios. El Cordero, manso y sumiso ante los matadores, mostraba un valor tan sublime que parecía ser su juez.

Vencedor en la “agonía” del Huerto, recibió el “vaso” de mano de su Padre, y, confortado por un ángel, siguió hasta la cruz. Allí, con valor supremo, consumó el sacrificio sublime, inmolándose a sí mismo en el altar del amor infinito: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). ¿Quién puede calcular el esfuerzo y valor sobrehumano que se necesitaba, en el que era una sola cosa con el Padre eternamente, para sufrir “muerte de cruz” y abandono de Dios por amor a los pecadores? Generalmente, se oculta a los mortales el porvenir, porque si lo supiesen es posible que no se atreverían a seguir adelante: pero Cristo conocía desde el principio lo que tendría que sufrir, lo cual engrandece el concepto que se tiene de su valor en afrontarlo. Para estimularle, tenía delante el “gozo” que le había sido propuesto: por lo cual “sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2). Hubo algo más que los sufrimientos físicos y “el castigo de nuestra paz” (Isaias 53:5) en el “lugar de la calavera” (Marcos 15:22). El “segundo Hombre” tuvo que encararse con el espíritu maligno que venció al primero y toda su estirpe –“viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). El Autor de nuestra salvación “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). La victoria, como la consagración, fue completa y final.

Como David infundió valor a los “afligidos, a los endeudados, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu” en su destierro, y los tuvo alrededor de sí en su reino (1 Cronicas 11:10), así también Cristo, por la meditación de su abnegación y valentía, inspira a los creyentes a ofrecerse sin reservas a servirle. “Tu pueblo se presentará como ofrendas voluntarias en el día de tu poder, ataviados con los adornos de la santidad; como el rocío que cae del seno del alba, así te será tu valiente juventud” (Salmo 110:3, Versión Moderna). “El pueblo que conoce a su Dios se esforzará, y hará prodigios” (Daniel 11:32, Versión Moderna).

 

El valor del Dios-Hombre se manifestó de muchas maneras. En la tentación en el desierto, el dios de este siglo le ofreció los reinos de este mundo a cambio de un solo acto de adoración, por el cual le sugería la posibilidad de conseguir sus propósitos sin sufrir la cruz. El Señor escogió el camino arduo y penoso, y resistió la primera embestida del enemigo.
 
Desde el principio de su misión, tuvo que sufrir la oposición tenaz y constante de los jefes de la nación (Juan 5:16, etc.). Fariseos, saduceos, sacerdotes y escribas, se unieron en contra de Dios y su Cristo, pero éste perseveró sin desviarse, y no vaciló en desenmascararlos y llamarlos hipócritas, generación de víboras, hijos del infierno, sepulcros blanqueados, de su padre el diablo. Avisado de las amenazas de Herodes, que le quería matar, se negó a marchar de sus dominios o dejar de echar fuera los demonios que salían a su paso hacia Jerusalén (Lucas 13:31).
 
Al enunciar las leyes de su Reino, lo mismo que en algunas parábolas suyas, no dejaba de denunciar los males sociales de su tiempo, aunque nunca con partidismo; más bien, señalaba la locura de los que amaban las riquezas, e indicaba las consecuencias eternas de la injusticia. Hablaba siempre con diáfana claridad, ofendiendo por ello a los que traspasaban la ley del amor. Sus palabras eran rectas, y su juicio justo, sin cuidarse de las opiniones humanas. Así, los herodianos le dijeron: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres” (Mateo 22:16). Ni disimulaba ni transigía, sino que trazaba con línea recta la verdad exacta, en contra de las tradiciones y todos los intereses creados.
 
En su último viaje a Jerusalén, “afirmó su rostro” de tal modo que sus discípulos, al mirarle,  “se asombraron, y le seguían con miedo” (Lucas 9:51; Marcos 10:32). Pedro (Mateo 16:22) y los demás (Juan 11:8) trataron de disuadirle, pero perseveró con valor indecible, a pesar de sentirse angustiado ante el “bautismo” que le esperaba (Lucas 12:50). Seguro de seguir la voluntad de su Padre, puso su rostro “como un pedernal”  para cumplirla (Isaías 50:7). A pesar de conmoverse hondamente ante la traición de Judas (Juan 13:21) y la defección de los demás, no se  desvió del camino, aunque se hallaba solo (Juan 16:32), porque por su constancia había vencido al mundo ya.
 
Preso, en manos de los inicuos, confesó ante Anás y Caifás, con firmeza y claridad, su condición divina y predijo su gloria venidera; delante de Poncio Pilato testificó la buena profesión, y su juez se quedó tan admirado y convencido que le hubiera absuelto si no fuese por la fiereza de sus adversarios. El Cordero, manso y sumiso ante los matadores, mostraba un valor tan sublime que parecía ser su juez.
 
Vencedor en la “agonía” del Huerto, recibió el “vaso” de mano de su Padre, y, confortado por un ángel, siguió hasta la cruz. Allí, con valor supremo, consumó el sacrificio sublime, inmolándose a sí mismo en el altar del amor infinito: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). ¿Quién puede calcular el esfuerzo y valor sobrehumano que se necesitaba, en el que era una sola cosa con el Padre eternamente, para sufrir “muerte de cruz” y abandono de Dios por amor a los pecadores?  Generalmente, se oculta a los mortales el porvenir, porque si lo supiesen es posible que no se atreverían a seguir adelante: pero Cristo conocía desde el principio lo que tendría que sufrir, lo cual engrandece el concepto que se tiene de su valor en afrontarlo. Para estimularle, tenía delante el “gozo” que le había sido propuesto: por lo cual “sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2). Hubo algo más que los sufrimientos físicos y “el castigo de nuestra paz” (Isaias 53:5) en el “lugar de la calavera” (Marcos 15:22). El “segundo Hombre” tuvo que encararse con el espíritu maligno que venció al primero y toda su estirpe –“viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). El Autor de nuestra salvación “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). La victoria, como la consagración, fue completa y final.
 
Como David infundió valor a los “afligidos, a los endeudados, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu” en su destierro, y los tuvo alrededor de sí en su reino (1 Cronicas 11:10), así también Cristo, por la meditación de su abnegación y valentía, inspira a los creyentes a ofrecerse sin reservas  a servirle. “Tu pueblo se presentará como ofrendas voluntarias en el día de tu poder, ataviados con los adornos de la santidad; como el rocío que cae del seno del alba, así te será tu valiente juventud” (Salmo 110:3, Versión Moderna). “El pueblo que conoce a su Dios se esforzará, y hará prodigios”  (Daniel 11:32, Versión Moderna).
 
 
 
Edmundo Woodford (Adaptado). Revista “El Camino”, Noviembre 1954   Edmundo Woodford