“Abraham … se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó”. “Moisés escribió de mí”. “David (me) llamó Señor”. (Juan. 8:56; 5:46; Mateo. 22:45). Estas palabras de nuestro Salvador nos dan un fundamento amplio para buscarle a Él en el Antiguo Testamento, a la par que confirman la verdad de las Escrituras mismas, para nosotros que creemos en Cristo como Dios verdadero, así como Hombre verdadero. Su palabra con respecto a estos asuntos tiene plena fuerza de autoridad. Él no hubiera dicho “Abraham … se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó”, si Abraham hubiese sido un personaje mitológico; Él no hubiera dicho “Moisés escribió de mí”, si los libros de Moisés hubiesen sido escritos cientos de años después; no hubiera citado del Salmo 110 para probar que David le llamó Señor, si ese Salmo hubiese sido escrito en el muy posterior tiempo de los Macabeos.
En la referencia hecha por nuestro Señor a los libros de Moisés, el testimonio es singularmente enfático. No fue una referencia hecha a ellos simplemente al pasar. La fuerza entera del argumento estriba, una y otra vez, en el hecho de que Él estimaba a Moisés, no como un mero título por el cual se conocían ciertos libros, sino como la persona real que actuó en la historia que esos libros registran y como el autor de la legislación que ellos contienen. “¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley?”, (Juan 7:19). “Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí; porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (Juan 5:46-47). El condenó las tradiciones que los fariseos agregaron a las leyes y a las enseñanzas de Moisés porque “invalidaban la palabra de Dios” (Marcos 7:13). Al leproso le dijo: “Ve, muéstrate al sacerdote, y presenta la ofrenda que ordenó Moisés” (Mt. 8:4). Ese mandamiento de Moisés se encuentra en el mismo corazón del código sacerdotal que algunos quisieran hacernos creer que fue compuesto siglos después de los días de Moisés.
Estudiando con detenimiento los Evangelios, no dejaremos de ver que las Escrituras del Antiguo Testamento estaban continuamente sobre los labios de Cristo, porque estaban siempre escondidas en su corazón. En la tentación en el desierto, Él venció al diablo, no con alguna manifestación de su divina gloria, no mediante un poder que estuviera fuera del alcance nuestro, ni siquiera por sus propias palabras; sino que recurrió a palabras escritas que habían fortalecido a los santos de muchas épocas. Demostrándonos así cómo nosotros también podremos hacer frente a nuestro gran adversario, y anular sus ataques. Es especialmente útil notar que es de Deuteronomio que nuestro Señor elige, como piedrecitas sacadas del cristalino arroyo, sus tres respuestas terminantes al tentador (Deutoronio. 8:3; 6:13, 16). Pues se nos ha dicho que este libro de Deuteronomio es una piadosa falsificación del tiempo de Josías, en forma tal que daba a entender que fue escrita por Moisés a fin de dar al documento mayor peso en el intento de promover las muy necesarias reformas en la época del citado rey. ¿Hubiera nuestro Señor –Él mismo “La Verdad”- apoyado así un libro lleno de falsedades, usándole en el momento crítico de su conflicto con el diablo? Y si el libro hubiese sido una falsificación, ¿no lo hubiera sabido perfectamente el “padre de la mentira”?
Cuando Cristo comenzó su ministerio público en la sinagoga de Nazaret con las palabras de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres”, Él dijo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lucas. 4:17-21). En el Sermón del Monte, nuestro Señor dijo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo. 5:17-19).
En estos días, tenemos muchos libros acerca de la Biblia, pero hay muy poco escudriñamiento de las mismas Escrituras. Un estudio detenido de lo que Jesús mismo dice acerca de las Escrituras del Antiguo Testamento, con el ruego de que la luz del Espíritu Santo sea arrojada sobre las páginas, recompensaría bien al estudiante de la Biblia. Muy pocos tienen idea de cuán numerosas son las citas del Antiguo Testamento hechas por nuestro Señor. Él hace referencia a veinte personajes del Antiguo Testamento. Cita de diecinueve libros diferentes. Se refiere a la creación del hombre, a la institución del matrimonio, a la historia de Noé, de Abraham, de Lot, y a la destrucción de Sodoma y Gomorra, tal como se describe en Génesis; a la aparición de Dios a Moisés en la zarza, al maná, a los diez mandamientos, al tributo en dinero, como se menciona en Éxodo; se refiere a la ley ceremonial sobre la purificación de los leprosos, y a la gran ley moral “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, ambas registradas en Levítico; a la serpiente de bronce, y a la ley sobre los votos, en Números; y ya nos hemos ocupado de su triple cita de Deuteronomio.
También se refiere a la huída de David al sumo sacerdote en Nob, a la gloria de Salomón y la visita de la reina de Saba, a la morada temporaria de Elías con la viuda de Sarepta, a la curación de Naamán, y al asesinato de Zacarías, en varios libros históricos. Y en cuanto a los Salmos y escritos proféticos, si fuera posible, la autoridad divina de nuestro Señor ha quedado impresa en ellos en forma aún más profunda que sobre el resto del Antiguo Testamento. “¿No habéis leído?” o “Escrito está”, es el fundamento del constante llamado de Cristo a la razón: “La Escritura no puede ser quebrantada”, “Las Escrituras dan testimonio de mí”, “Es menester que se cumpla la Escritura”, su constante afirmación. Preguntado acerca de la resurrección, Jesús contestó: “Erráis, ignorando las Escrituras … ¿No habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. Nuestro Señor atribuye aquí el escepticismo de los Saduceos, en parte, a su falta de entendimiento de las Escrituras. Él prueba con la Biblia la realidad de la resurrección, y afirma que en ella están contenidas las propias palabras dichas por Dios (Mateo. 22:29-32).
Al acercarse nuestro Salvador a la cruz, su testimonio a favor de las Escrituras toma un sentido más sagrado aún. “He aquí subimos a Jerusalén, y serán cumplidas todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre” (Lucas. 18:31). “Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento” (Lc. 22:37). En la noche en que fue traicionado, en las sombras del Oliveto, tres veces señala nuestro Salvador el cumplimiento de estas Escrituras en sí mismo (véase Mateo. 26:31, 54, 56; Marcos. 14:21, 49). Tres, de siete dichos emitidos desde la cruz, lo fueron en palabras de la Escritura, y murió con uno de ellos sobre sus labios.
Pero de los testimonios que Cristo dio en apoyo del Antiguo Testamento, quizás el más fuerte sea el que dio después de su resurrección. El mismo día en que resucitó, Él dijo a los dos discípulos que iban a Emaús: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían” (Lucas. 24:25-27). No se limitó a dar autoridad a las Escrituras, sino que también sancionó el método de interpretación que encuentra en todo el Antiguo Testamento en testimonio del Mesías del Nuevo. Es así que vemos cómo nuestro Señor, apenas llegado el primer día de su regreso, reanuda su anterior método de instrucción en forma aún más acentuada que antes, probando sus derechos, no tanto por su propia victoria personal sobre la muerte, como por el testimonio de las Escrituras. Después de esto, Jesús apareció a los once y les dijo: “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliesen todas las cosas que están escritas de mí en la ley de Moisés, y en los profetas, y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (Lc. 24:44-46). Aún aquellos que quisieran poner límites a la sabiduría y al saber de Cristo durante su vida sobre la tierra, no se atreverán, seguramente, a aplicar ese mismo criterio al período de la vida de Cristo posterior a su resurrección. Y es durante ese período que Él pone su sello sobre la Ley, los Profetas y los Salmos, la triple división de las Escrituras completas del Antiguo Testamento, según los judíos, las mismas Escrituras que nosotros poseemos hoy.
Pero si esto, con ser mucho, no fuera suficiente para corroborar nuestra fe, se nos descorre el velo en el libro de Apocalipsis y se nos permite ver allí, por un instante, a nuestro Salvador glorificado, siempre “este mismo Jesús”, todavía citando de las Escrituras y todavía aplicándolas a sí mismo. Dice Él: “No temas; Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Ap. 1:17-18). Y otra vez: “El que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre” (Apocalisis. 3:7). Él cita aquí de los textos del libro de Isaías, del capítulo 44:6,8, que dice: “Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero, y Yo soy el postrero, y fuera de Mí no hay Dios… No temáis”, y del capítulo 22:22; “Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; y abrirá, y nadie cerrará; cerrará, y nadie abrirá”.
En verdad, la llave –no sólo de la vida y de la muerte, sino la llave de las Escrituras- está puesta sobre su hombro, y Él todavía abre el significado a los que son humildes, lo suficiente para que Él abra el entendimiento de sus corazones.
– Parte2 –
Mirando al futuro, desde las edades más remotas, los siervos de Dios vieron a Uno que había de venir, y a medida que se acercaba el tiempo, esta visión se hacía tan clara que ahora casi nos sería posible describir la via de Cristo sobre la tierra, valiéndonos de las Escrituras del Antiguo Testamento, de las cuales Él mismo dijo: “Ellas son las que dan testimonio de mí”.
Había una figura central en la esperanza de Israel. La obra de la redención del mundo debía de ser realizada por un Hombre, el Mesías prometido. Era Él quien debía herir la cabeza de la serpiente (Genesis. 3:15); debía descender de Abraham (Genesis. 22:18), y de la tribu de Judá (Genesis. 49:10).
Isaías miraba hacia delante, y vio, primero, una gran luz que resplandeció sobre el pueblo que andaba en tinieblas (Is. 9:2). Y mientras seguía contemplando, vio que un niño debía nacer, un Hijo debía ser dado (v. 69, y, con creciente asombro, vio cómo se le presentaban estos nombres correspondientes a la naturaleza del niño:
“Admirable”. Admirable, de veras, en su nacimiento, pues nunca hubo niño cuyo advenimiento fuera anunciado por los ejércitos celestiales como el suyo. Su nacimiento de una virgen (Is. 7:14), y la aparición de la estrella (Nm. 21:17), fueron hechos igualmente admirables. Cada vez más admirable fue Él en su condición de hombre, y, admirable, más que en todo lo demás, en su perfecta impecabilidad.
“Consejero”. Cristo, en el cual “están escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento” (Colosenses 2:3)
“Dios fuerte, Padre Eterno”. Se hizo manifiesto en el conocimiento íntimo de Isaías que este ser prometido no era otro que Dios manifestado en carne.
Enmanuel”, Dios con nosotros” (Isaias. 7:14). Como dijo Jesús mismo: “Yo y el Padre una cosa somos” (Juan 10:30).
El nombre que sigue, “Príncipe de paz”, pertenece especialmente a Jesús, pues “Él es nuestra paz” (Efesios. 2:14). Su nacimiento trajo paz en la tierra, y al dejar la tierra Él legó la paz a sus discípulos, “habiendo hecho la paz por la sangre de su cruz” (Colosenses. 1:20).
Luego ve el profeta al niño que había de nacer, sentado sobre el trono de su padre David, y ve también la gloriosa dilatación de su reino. Aunque de linaje real, debía nacer en el tiempo de la humillación de éste. “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces” (Isaias. 11:1). Tenemos en esto una alusión a su humildad y pobreza.
Y ahora los profetas, uno por uno, llenan el cuadro agregándole cada uno una nueva y brillante pincelada.
El profeta Miqueas ve la aldea donde había de nacer Jesús, y nos dice que es Belén (Miqueas. 5:2; Mt. 2:6).
Isaías ve la adoración de los magos (Isaias. 60:3; Mateo. 2:11).
Jeremías habla de la muerte de los inocentes (Jr. 31:15; Mateo. 2:17-18).
Oseas predice la huída a Egipto (Oseas. 11:1; Mateo. 2:15).
Isaías describe su mansedumbre y dulzura (Isaias. 42:2; Mateo. 11:29), y la sabiduría y conocimiento que Jesús puso de manifiesto en toda su vida desde el momento de su plática con los doctores en el templo.
Asimismo, cuando Él limpia el templo, las palabras del salmista vienen al instante a la memoria de los discípulos: “Me consumió el celo de tu casa” (Salmos. 69:9; Juan. 2:17).
Isaías lo presenta predicando buenas nuevas a los abatidos, vendando a los quebrantados de corazón, publicando libertad a los cautivos, y dando óleo de gozo en lugar de luto, alegría en lugar del espíritu angustiado (Isaias. 61:1-3; Lc. 4:16-21).
Isaías lo presenta predicando buenas nuevas a los abatidos, vendando a los quebrantados de corazón, publicando libertad a los cautivos, y dando óleo de gozo en lugar de luto, alegría en lugar del espíritu angustiado (Isaias. 61:1-3; Lc. 4:16-21).
El luto fue transformado en gozo cuando Jesús se puso delante de la muerte. La pobre mujer a la cual, he aquí, Satanás había ligado dieciocho años, fue desatada por la palabra de Él. Su evangelio fue, de veras, mensaje de buenas nuevas.
Isaías tuvo la visión, la más tierna de las escenas, la del Buen Pastor que bendice a los niños, pues Él “en su brazo llevará los corderos, y en su seno los llevará” (Isaias. 40:11; Marcos. 10:16).
Luego, canta Zacarías: “Alégrate mucho, hija de Sion”, porque ve a su humilde Rey entrando en Jerusalén, cabalgando sobre un pollino hijo de asna; otro Salmo agrega las hosannas de los niños: “De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo” (Zac. 9:9; Sal. 8:2; Mt. 21:4-5).
Los profetas vislumbraron algo del carácter y de la extensión de la obra del Salvador. La luz que debía irradiar de Sion debía ser para todo el mundo; judíos y gentiles debían ser bendecidos por igual. El Espíritu de Dios debía ser derramado sobre toda carne (Joel 2:28).
Los judíos del tiempo de nuestro Salvador estaban acostumbrados a la imagen de un Mesías victorioso y triunfante. Tan cautivados estaban con este lado del cuadro que no le reconocieron cuando vino, tanto que Juan el Bautista tuvo que decirles: “En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis”…”Sabiduría de Dios…si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (Juan. 1:26; 1 Corintios. 2:7-8).
Pero debieron haberle conocido, pues los profetas que predijeron la gloria del Mesías habían hablado en términos claros de su humildad, de cómo fue rechazado, y de sus sufrimientos.
“He aquí”, dice Isaías, “mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto” (52:13) –cuando, de repente, ¿qué ve en el versículo siguiente? “Como se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”. ¿Y cómo nos imaginaremos el asombro del profeta a medida que se agranda en él la visión del capítulo cincuenta y tres, con toda la majestad del sufriente Mesías? De la raíz de Isaí debía brotar un Renuevo al cual había de rechazar Israel. “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is 53:3).
Con su mirada fija en el futuro, el profeta ve a esta Santo “como cordero llevado al matadero”. Y que “como oveja delante de sus trasquiladores enmudeció, y no abrió su boca” (Isaias. 53:7; véase Mateo. 27:12, 14). Le ve morir una muerte violenta, “porque fue cortado de la tierra de los vivientes” (Isaias. 53:8).
Daniel expresa el mismo pensamiento y nos dice: “Se quitará la vida al Mesías, mas no por sí ” (Dn. 9:26).
Y ahora vuelve un coro de profetas a unir sus voces para decirnos cómo fue su muerte.
El salmista ve que Él ha de ser traicionado por uno de sus propios discípulos: “Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar” (Salmos. 41:9).
Zacarías nos habla de las treinta piezas de plata que fueron pesadas por precio de Aquel, y añade que el dinero fue echado al alfarero (Zacarias 11:12-13; Jeremias 19:1; Mateo. 27:3-10). También ve derramadas las ovejas al ser herido el Pastor (cap. 13:7; Mateo. 26:31,56).
Isaías lo ve llevado de un tribunal a otro (cap. 53:8; Juan. 18:24, 28).
El salmista profetiza de los testigos falsos llamados a declarar contra Él (Sal. 27:12; Mateo. 26:59).
Isaías lo ve azotado y escupido (cap. 50:6; Mt. 27:26-30).
El salmista ve la forma precisa de su muerte, que fue por crucifixión: “Horadaron mis manos y mis pies” (Salmos. 22:16).
También fue predicho que Él había de ser contado con los criminales y que Él intercedería por sus asesinos (Is. 53:12; Mc. 15:27; Lc. 23:34).
Tan clara se hace la visión del salmista, que éste le ve escarnecido por los que pasan (Salmos. 22:6-8; Mateo. 27:39-44).
Ve a los soldados repartiendo entre sí sus vestidos, y echando suertes sobre su ropa (Sal. 22:18; Jn. 19:23-24), y dándole a beber vinagre en su sed (Sal. 69:21; Jn. 19:28-29).
Con oído hecho sensible, oye el clamor de Él en la hora de su angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Sal. 22:1; Mt. 27:46), y sus palabras de moribundo: “En tu mano encomiendo mi espíritu” (Sal. 31:5; Lc. 23:46).
Y, enseñado por el Espíritu Santo, el salmista escribe las palabras: “El escarnio ha quebrantado mi corazón” (Sal. 69:20).
Juan nos dice que, aunque los soldados quebraron las piernas de los ladrones a fin de acelerar su muerte, “mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua… Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron” (Jn. 19:32-37; Éx. 12:46; Sal. 34:20; Zac. 12:10), Isaías nos dice que, aunque “se dispuso con los impíos su sepultura”, (vale decir, que se propusieron sepultarlo en el lugar donde sepultaban a los malhechores), estaba dispuesto de otro modo, pues “con los ricos fue en su muerte”. Porque “vino un hombre rico de Arimatea, llamado José… y pidió el cuerpo de Jesús… y lo puso en su sepulcro nuevo” (Is. 53:9; Mt. 27:57-60).
Pero la visión de los profetas se extendió más allá de la cruz y la tumba, para abarcar la resurrección y ascensión y el triunfo final del Salvador. David canta: “No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción. Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias en tu diestra para siempre” (Sal. 16:10-11). E Isaías, después de haber profetizado la humillación y muerte del Mesías, concluye la misma profecía con estas palabras notables: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Is. 53:10-11).
Desde el pasado más remoto, los santos proyectaron su mirada hacia acontecimientos que yacen todavía delante de nosotros en el futuro. “También profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos” (Judas 14:15). El patriarca Job dijo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo… al cual veré por mí mismo” (Job 19:25-27). Zacarías tuvo una visión del Monte de los Olivos y el Señor de pie allí, Rey sobre toda la tierra, y con Él todos los santos (Zac. 14:4-9).
Y como se han cumplido las profecías del pasado, así, ciertamente, se cumplirán también las profecías del futuro. “Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos… a Jesús, coronado de gloria y honra” (Heb. 2:8,0). Y Él dice: “Ciertamente, vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús”.
A.M. Hodgkin. (Ligeramente adaptado).
A.M. Hodgkin. (Ligeramente adaptado).
Contendor por la fe. Nº. 66-67. Nov.-Diciembre. 1954