El amor de Cristo por Edmundo Woodford
“Dios es amor”, y desde el principio se ha manifestado no tan sólo su cariño hacia las obras de sus manos, sino también su afán de conseguir del hombre un amor recíproco, voluntario. Lo exige en la Ley, y lo despierta por el Evangelio. El Hijo de su amor vino para revelarlo a los pecadores: «en esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él” (1 Juan 4:9).
Tres veces en sus escritos, el apóstol Pablo emplea la frase: “el amor de Cristo”, móvil e inspiración de su vida tan abnegada y a la vez tan sumamente feliz.
Es un amor invencible. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Romanos 8:35). En cuanto a nuestros pecados, su muerte y su intercesión a la diestra de Dios nos asegura la justificación irrevocable y nos tranquiliza la conciencia y el corazón. Contra todas las potestades infernales es una defensa invulnerable. ¿Y las vicisitudes de la vida? Pablo pasa revista a todas ¬»tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada”…. (Romanos 8:35), y declara con confianza que el amor que sufrió la cruz y triunfó en ella no le dejará jamás. “Fuerte es como la muerte el amor … las muchas aguas, no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos” (Cantares 8:6-7). “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta lo sumo” (“Cristo amó a la iglesia y se entregó a Sí mismo por ella”. Nunca la abandonará, ni descansará hasta que la tenga a su lado glorificada y libre de todo mal. Su amor es individual –“El Hijo de Dios me amó a mí, y se entregó a Sí mismo por mí». El creyente, por muy débil que sea, puede vivir confiadamente escudado por un amor tan grande, sabiendo (como Rut) que Él no parará hasta que concluya su propósito”.
2. Es un amor infinito. Efesios 3:19. Divino en su naturaleza, excede a todo conocimiento humano… y, sin embargo, el apóstol desea que sus lectores lo conozcan. En la analogía del amor humano, se explica fácilmente la aparente contradicción. En la intimidad del amor, hay un terreno inescrutable para toda persona ajena: asimismo, en las relaciones entre el alma y el Señor hay profundidades insondables. “Soy de mi Amado, y mi Amado es mío”. Leyendo con reverencia el Cantar de los cantares, el creyente discierne los dulces acentos del Salvador y responde de todo corazón.
¿Es posible comprender las dimensiones del amor de Cristo? Sí: con tal que Él habite en el corazón. La palabra, que se usa de la unión entre el Padre y el Hijo en Colosenses 1: 19 y Colosenses 2:9, se ha expresado por la frase “tener su hogar”. Sólo podemos conocer a una persona cuando tenemos comunión íntima y constante con ella. En este caso, es el Espíritu Santo que Le glorifica, tomando de lo suyo y revelándolo al creyente, para que éste, “con todos los santos” (cada uno de los cuales contribuye algo según su propia percepción) pueda contemplar la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del misterio de la voluntad de Dios y sus propósitos de gracia, descubierto a la iglesia (Colosenses 1:9) y notificado por ella a los principados y potestades en los cielos (Colosenses 3:10). Es como un templo majestuoso, diseñado por la multiforme sabiduría de Dios y adornado por las inescrutables riquezas de Cristo, en la cual tenemos entrada con confianza por la fe de Él. Sus medidas se pierden en lo infinito. Eterno en su largura, universal (potencialmente) en su anchura, sus cimientos llegan hasta los profundos en la Cruz, y sus almenas constituyen el fondo del Trono de Dios. Igual que en las figuras terrestres del tabernáculo y el templo, se llena de “toda la plenitud de Dios” – y Dios es amor.
3. Es un amor irresistible. 2 Corintios 5:14. Nos domina y posee completamente. Cristo fue constreñido por Su amor hacia nosotros (Lucas 12:50, donde se traduce “me angustio”). Dos veces el médico Lucas emplea la palabra para describir los efectos de una fiebre (Lucas 4:38 y Hechos 28:8). Así, el amor de Cristo enciende todo nuestro ser, y no podemos (ni queremos) escaparnos de su aprieto. La palabra se usa de una multitud (Lucas 8:45) y los guardias (Lucas 22:63). Este amor nos hace juzgar que somos muertos con Cristo, y que la nueva vida que nos dio es suya enteramente y ha de vivirse para aquel que murió y resucitó por nosotros. Su amor reclama todo nuestro afecto: “Le amamos porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Pero la nuestra no ha de ser una vida contemplativa. El amor del Señor, que le constriñó a dejar el cielo para buscar y salvarnos, nos impele a cumplir el mismo ministerio de la reconciliación en la búsqueda de otros. Si el amor de Cristo no produce amor hacia las almas que nos rodean en peligro de perderse eternamente, nuestra consideración es más mística que práctica, y necesitamos pedirle que inflame el fuego en cada corazón hasta que su llama se propague y encienda a otros. Fue precisamente en Corinto que Pablo fue «constreñido» a testificar a todos con resultados tan felices (Hechos 18:5). Escribiendo a los Filipenses desde la cárcel en Roma, les dijo que sentía una doble presión espiritual – estaba “en estrecho” (constreñido), deseando «partir y estar con Cristo” a quien tanto amaba, y, a la vez, volver para ayudar a sus hermanos en la fe (Filipenses 1:23). Son tres aspectos, pues, de este amor conmovedor – hacia los perdidos, hacia los creyentes, y hacia su Autor y Fuente con el cual desearíamos estar.
“Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a Él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).